Castidad. La reconciliación de los sentidos
Erik Varden, Traducción de Carlos EzcurraLa eclosión de abusos sexuales cometidos por personas célibes —en su enorme mayoría varones— que habían hecho un voto de castidad ha provocado, con razón, una ola de furia en toda la sociedad. El ideal de la castidad parece desacreditado, ciertamente como una forma obligatoria de observancia religiosa. A menudo se ha revelado no solo inerte sino mortífero, y ahora se presenta ante nosotros más bien como un cuerpo en descomposición a la espera de sepultura. Acarrea consigo un profundo dolor; pero, ¿hay alguna razón para llorar su muerte?
Mi propósito no es hacer aquí una apología de la castidad. Tampoco escribo como un historiador cultural interesado en hacer la crónica de la decadencia y muerte de un habitus humano. Mi preocupación es, ante todo, semántica.
En primer lugar, cabe señalar que castidad no es sinónimo de celibato. El celibato es una vocación particular, y no especialmente común. La castidad, en cambio, es una virtud para todos. Si su institucionalización ha ocasionado o alimentado tal frustración aberrante, se debe, en parte, a una visión reduccionista por la que una orientación destinada a ensanchar el corazón lo ha constreñido hasta la asfixia.
Reducir la castidad, como se ha hecho, a una mera mortificación de los sentidos es convertirla en un instrumento de sabotaje contra el florecimiento personal. También es malinterpretar, tergiversar y aplicar erróneamente el significado de una noción compleja. Con este libro espero liberarla de su confinamiento en categorías demasiado angostas, permitiéndole expandirse, extender sus extremidades, respirar con libertad, tal vez incluso cantar.
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